Volvió al lugar donde se crió. Le vienen muchos recuerdos. Su mirada se queda fija y su rostro por momentos se apaga. Es que llegar a la casa que fue testigo de su niñez y de su despertar político no es poca cosa. Cruza sus brazos y de la nada se le escapa un suspiro: es bonito volver al pasado, dice. David Choquehuanca Céspedes nunca abrió las puertas de su hogar —ubicado en la comunidad Cotacota Baja, en el municipio de Huarina del departamento de La Paz— a un medio de comunicación. Lo hace por una apuesta. Días antes, en su despacho de la Cancillería, me retó a cosechar papa de su chacra. Si lograba recolectar toda una hilera del tubérculo andino, me llevaba una arroba. Regresé a la sede de Gobierno con solo media.
Tuvo una infancia feliz en una comunidad en la que el aimara era el lenguaje de los niños, el que utilizaba en todos los juegos y en toda su cotidianeidad. Aprendió el castellano en su escuela, pero su madre, que hablaba un perfecto español, le ayudó a perfeccionar el idioma. Vivió entre conejos, vacas, chanchos y gallinas. La misión que tenía de niño era recoger la alfalfa para alimentar a los animales. Hacía ese trabajo todos los días. Bajo varios diplomas en la pequeña sala de su hogar —que por su antigüedad es difícil lograr leerlos— se jacta de haber sido un buen alumno, pero reconoce también sus travesuras. Una de ellas: salir del colegio para ir a jugar al fútbol.
Nicolás Choquehuanca es el ejemplo que siguió desde niño. Su padre, un hombre de más de 80 años que todavía devela un buen porte, ingresa al patio donde entrevisto a Choquehuanca. Lo primero que hace es abrazar a su hijo y saludarlo en aimara. Luego, me da un folleto de los años 90. Es un tríptico publicitario en el cual se exhibe las chompas, gorras y ruanas que confeccionó en esa época y que era vendido en el exterior, sobre todo en Europa y Estados Unidos. El canciller coge el folleto y lo hojea. Se levanta y pone encima de la mesa de piedra chompas que todavía su progenitor teje. Son de lana de conejo.
El ejemplo es su padre
Don Nicolás es amable y algo tímido. “Mi hijo no ha cambiado nada, no se olvida de su comunidad”, relata mientras Choquehuanca reúne las chompas y las acomoda en un aguayo. El diplomático, de inmediato, cuenta una anécdota. Su padre trabajaba de albañil en La Paz y fue uno de los obreros que construyó el edifico Alameda, uno de los más altos de la sede de Gobierno.
Una de las cualidades que más sorprende del canciller es su capacidad para la interpretación simbólica de todos los sucesos de su vida. Absolutamente todos. Quizá no sea natural, pero es explicable. La primera imagen que Choquehuanca tiene de su niñez la sitúa en el patio de su vieja casa, una infraestructura humilde de un piso que fue construida por su padre con adobes. En ese espacio aún permanece la primera bicicleta que manejó. Se trata de una Schwinn que está oxidada, pero que todavía tiene vida útil. El diplomático se monta al vehículo y empieza a describir su pasado. Era niño aún —comenta— cuando mis padres me compraron la bicicleta. Era la mejor de esa época, relata entre risas. Con ella iba a la escuela y a las ferias comunitarias a vender los productos que su familia había cosechado.
Llegamos a su comunidad en su vehículo, un Toyota Land Cruiser de los 90. Él manejó y no evidencié ninguna anomalía que devele que es un mal conductor. El periplo empezó a las 6.00 de un sábado de febrero. Me recogió de plaza Murillo y llegamos a su casa en tres horas.
Ya en el lugar no olvidó la técnica maestra para cosechar. Después de un momento de nostalgia en su pequeño hogar, agarró la chonta (picota) y una canasta y subió a la chacra. Él inició la cosecha y solo se detenía para dialogar. “Hacía este trabajo todos los años, eran días enteros de cosecha”, rememora. Cuando Choquehuanca piensa en esos días recuerda el trabajo comunitario. Todos cosechaban y luego se repartían a partes iguales lo recaudado.
Hoy en el terreno experimentó con el cultivo de la quinua. Es buena tierra —dice— y pueden surgir varios productos. El paisaje es único.
Su viejo hogar
La casa tiene tres dormitorios y una sala. Su padre aún la habita. La cocina sigue en el patio, es de fierro y funcionaba con leña. Más allá está la granja donde criaban los conejos. Los roedores eran de una raza europea, ya que su lana era la materia prima que mantenía a su familia. Afuera está la chacra y una mesa de piedra con dos troncos que fungen de sillas. Es ahí donde descansaba y miraba el atardecer, un evento fenomenal que se vive en las aguas del Titicaca.
Un momento difícil de olvidar era cuando participaba en la iglesia bautista. Había una cierta imposición de sus padres para que practique esa religión y eso lo alejaba de las actividades de la comunidad. Pero esas arduas jornadas dedicadas al Altísimo tuvieron su recompensa. Es en esa etapa cuando conoce a su esposa, Lidia Gutiérrez. -¿Quién iba a pensar que años después me iba a casar con ella?- dice. Es su compañera de vida y quien la apoya en toda decisión que asume. Viven juntos hace 25 años.
En el paisaje de su infancia brillan momentos épicos. Se ríe al recordar la forma en que se enfrentó a algunos de sus compañeros. Pasó instrucción hasta tercero básico en la escuela de su comunidad y terminó el colegio en Huarina. “En la escuela no me esforzaba, me parecía fácil. Me divertí”, revela.
La ciudad de La Paz no era algo extraño para él. Su madre, cuenta, tenía el don de preparar exquisitas comidas criollas. Las autoridades gubernamentales de esa época la buscaban para que cocine para sus reuniones y ella llevaba a su hijo David a esas fiestas que tenían un alto contenido burgués. Su padre ya se había asentado en la sede gobierno como albañil.
—¿Sabes que recién en 1974 recién conocí el cine?— me dice. Antes de esa novedad hubo un intento fallido. Recuerda que llegó al tradicional Monumental Robby, en la populosa zona Garita de Lima, e hizo fila para ingresar al salón. Llegó su turno y se desanimó. “Me asusté”, reconoce. Regresó a su pueblo y se trazó una meta: volver a la urbe para ver una película. Fue una cinta mexicana, la cual no recuerda el nombre.
Es en esta etapa de su vida que despierta el animal político de Choquehuanca. Su profesor de segundo medio, Juan Rodríguez, fue quien le prestó un texto de Georges Politzer y el manifiesto comunista. Ahí empieza su habilidad sindical.
En ese grado comandó una rebelión contra el director del colegio, la cual culminó con su expulsión y con la formación del centro de estudiantes. Sentado en el patio de su escuela Coronel José Miguel Lanza rememora que fue ahí donde se reunió con sus compañeros para debatir sobre el socialismo utópico y Fidel Castro, un personaje político que siguió desde joven.
Pasta sindical
Choquehuanca ya tenía la pasta de sindicalista. Su práctica molestaba a algunos miembros de la comunidad, pero muchos docentes lo apoyaban porque consideraban válido el derecho a reclamar y entender que no había cabida para la resignación cuando algo no estaba bien. “Era necesario, y aún lo es, luchar para conseguir justas demandas”, dice el canciller, y su voz suena orgullosa.
La filosofía era su sueño de juventud. Antes de partir a La Paz para estudiar en la Normal Simón Bolívar realizó una reunión con sus camaradas. Fue en el cerro de su comunidad. Ahí leyeron a Carl Marx y hubo un último debate para cuestionar las dictaduras. La política y el sindicalismo ya eran parte de su vida.
Ya en la urbe, y pese a que fue formado en una escuela rural, Choquehuanca aprobó sin gran esfuerzo todos los exámenes. Pasaban los días y se dio cuenta de que lo académico no era lo que buscaba. Además se sentía inferior a los estudiantes urbanos, algo que con el tiempo borró de su pensamiento. Le despertó otras inquietudes que lo motivaban aún más: era la recuperación de la democracia.
Tenía ilusiones. Mientras camina por el altiplano paceño las describe. Quería incursionar en el estudio político. Ingresa a la universidad para estudiar Ciencias Políticas y Filosofía, pero duró solo un año. Dejó los libros para ir a la práctica sindical.
Es 1979. Conoce en una huelga de hambre a Genaro Flores, exdirigente campesino. En el Gobierno de Lidia Gueiler se suma a la movilización de mujeres mineras encabezada por Domitila Chungara en San Francisco, La Paz. Surgen sus primeros vínculos con la Unidad Democrática y Popular (UDP). Su convicción sobre la búsqueda de la justicia social encabeza sus metas. El proyecto filosófico terminó.
Me intriga saber cómo decide inclinarse por la necesidad de una sociedad justa. Indago. Le pregunto si el Choquehuanca de esa época soñaba con un gobierno indígena en Bolivia. Sí, responde a secas. Es por esa razón que luchó años para concretar algo que antes no era posible: que un indígena pueda caminar tranquilo por las calles sin sentir vergüenza. No había miedo –rememora- para lograr sus ideales. Fueron tres años de lucha desde centros educativos. En algunas manifestaciones conoció a Juan del Granado, Wálter Delgadillo, Daniel Santalla, Antonio Araníbar y José Pinelo, entre otros dirigentes.
Es en 1984 cuando conoce a Evo Morales. Ese año organizó en La Paz el primer encuentro de jóvenes campesinos de Bolivia. Invitó al actual mandatario y ahí cruzaron las primeras palabras. Había algo en común: formar un proyecto político campesino que pueda enriquecer la democracia. Una anécdota llega a su memoria. Acabó el evento y decidieron marchar por el centro de La Paz. Los periodistas buscaban a un Evo todavía desconocido. Fue él quien se dio un baño de popularidad. El canciller —entre risas— dice que había un grado de molestia sana entre sus compañeros, ya que Morales no había organizado el encuentro y era quien más se hizo conocer.
Su viaje a Cuba
Cuba era su próximo destino. Obtiene una beca para participar en la isla de debates sobre economía política, historia del movimiento obrero internacional, historia cubana y filosofía. Era 1985 y conoció a Fidel Castro, algo que no borra de su memoria y que lo relata como si hubiera sido hace un par de semanas. Hasta hoy no tiene una foto con el revolucionario cubano, y eso que luego se volvió a rencontrar con él cuando era dirigente campesino y ministro de Estado. “Quizá sea por el respeto que le tengo”, justifica.
La Habana era su cuartel. Se levantaba a las 4:00 para desayunar y luego tenía instrucción. Esa rutina complementó la formación académica del joven líder. Regresó a Bolivia lleno de ideas y propuestas de cambio. Su espíritu crítico empieza a cuestionar a la izquierda nacional. Trata entonces de conformar un movimiento propio, pero la idea de cruzar fronteras aún pesaba mucho.
El día de esta entrevista, una jornada radiante de sol en el lago Titicaca, el canciller tuvo dos encuentros políticos. Uno en la comunidad de Compi y otro en Huarina. Él es querido, es que la región es su bastión. Sus discursos tienen un alto contenido político y sin dudar ingresa al ámbito electoral. Con guirnaldas en el cuello pide a sus simpatizantes unidad para evitar que la derecha vuelva a Palacio Quemado.
En medio de los eventos hay un festín gastronómico. Un apthapi de la comunidad devuelve gentilezas al canciller por visitar la zona. El wallaque (sopa de pescado) es lo más delicioso. El canciller ya había comido tres platos. Luego me invita a la casa de su esposa, en Huatajata. Él sigue al frente del volante.
Periplo europeo
Por primera vez Choquehuanca habla en voz fuerte de sus aventuras en Europa. Eso no coincide con el tono tímido y prudente que usa frente a las cámaras de televisión. En 1985 conoce en La Paz a un periodista danés.
El comunicador le entrega una tarjeta personal para cuando se anime a ir a tierras europeas. Un par de años después tomó la decisión de cruzar el Atlántico en busca de ese amigo. Emprende la aventura junto a un compañero de ideología, y parte con destino a Dinamarca. Nunca llegó a su destino.
Para subsistir en el viaje tejió chompas de alpaca para venderlas en
Europa. Llegó por tierra a Lima (Perú), donde la Aduana de ese país le decomisa. Aprovechó la oferta de la línea Aeroflot, y llegó a Luxemburgo. Fue el destino quien puso en su camino a una boliviana que coincidió con ellos en el viaje, quien les brindó hospedaje en Suiza porque debido a algunos retrasos habían perdido el tren a Dinamarca.
En Zúrich participó de conferencias en universidades e hizo un montón de amigos políticos. Al volver a Bolivia fue invitado por José Enrique Pinelo para trabajar en Unitas, ONG destinada a la formación y capacitación para campesinos.
Antes de volver a La Paz, el canciller se pone su sombrero y agarra las llaves de su coche. Me entrega mis papas y en el automóvil me revela que Evo lo había designado en 1999 como su canciller. Al dignatario le preguntaban quién iba a ser su ministro de Exteriores. No dudaba y señalaba a David
No hay comentarios:
Publicar un comentario