01 diciembre 2019

Lo que callan los Demócratas

El 20 de octubre, Demócratas sumó un 4% de la votación, dándose un sonoro batacazo en Santa Cruz. El 12 de noviembre, la senadora Jeanine Áñez asumía las riendas del país. 22 días de agitación política que dejó cadáveres y pretendió resurrecciones. Pero nunca nada es tan fácil.

Cuentan desde el Beni que Áñez ya tenía pie y medio fuera de Demócratas. Que había perdido el encanto que alguna vez tuvo para con Rubén Costas y Ernesto Suárez. Y es cierto que en la práctica, la estaban retirando.

Los Demócratas de Rubén Costas habían hecho una campaña a contracorriente. Hablando de “los que más crecen” y presentándose como alternativa a Carlos Mesa, más que al MAS, para una hipotética segunda vuelta. En la recta final de la campaña se filtró incluso un video de Rubén Costas pidiendo “estar tranquilos” porque iban a ganar en Santa Cruz y luego iban a dar “tunda” en la Gobernación y la Alcaldía.

Sus deseos, para entonces, ya se habían ido por la alcantarilla. El incendio de la Chiquitanía repartió culpabilidades y el cabildo posterior, en la que se conoció a nivel nacional a un Luis Fernando Camacho muy opaco, ni sombra de lo que sería después, apostó por la desobediencia y el voto útil.

Por si quedaban dudas, unos días después apareció Branko Marinkovic, excívico y “supuesto” mentor de Camacho para aclarar en páginas de El Deber lo que había que votar el 20 de octubre. El golpe en las ánforas en Santa Cruz fue monumental, y de hecho, todos los “análisis forenses” posteriores indican que tal vez nada hubiera pasado en el TSE si el voto cruceño hubiera sido como las encuestas pretendían. Pretendían. Pues no hubiera habido segunda vuelta con ese 10-12% estimado semana tras semana.

Es por demás conocido el pulso entre Branko y Rubén; pertenecientes a grupos de poder – nadie dijo logias – diferentes que en algún momento se aliaron y en algún momento no. En este momento, no.

Con la mira puesta en la Gobernación y la Alcaldía, Ortiz y Costas se subieron rápido al dilema del fraude para tapar su desastre y cerraron filas con Carlos Mesa en un “sana sana” tan falto de autenticidad como las campañas precedentes. La Coordinadora en Defensa de la Democracia duró exactamente dos comunicados. En Santa Cruz, Marinkovic y Camacho tenían otros planes.

La estrategia le salió de maravilla, y entre cabildos, bloqueos y biblias, motines policiales y sugerencias militares, Evo Morales acabó renunciando a la Presidencia y un día después, saliendo del país.

Ahí apareció Áñez, vicepresidenta segunda del Senado casi por accidente. En proceso de jubilación política y de repente, Presidenta por sucesión constitucional de Bolivia ante la cascada de renuncias, eso sí, en una ceremonia no muy ortodoxa y avalada por el mismo Tribunal Constitucional Plurinacional que había avalado la repostulación de Evo Morales.

Áñez tomó aire y tardó exactamente un día entero en nombrar a la mitad más uno de su gabinete. Todas las claves quedaron aireadas. El hombre fuerte del nuevo Gobierno era Jerjes Justiniano, elegido como Ministro de la Presidencia para un momento clave: negociar las salidas y la transición menos sangrienta posible.

Justiniano, cual su padre – exembajador en Brasil con Evo Morales entre una infinidad de cargos -, es un hábil negociador, rápido en la interpretación, aunque peor en la exposición. Justiniano era también el abogado asesor del Comité Cívico de Luis Fernando Camacho (y de la manada), y desde el primer minuto se abrió el debate del huevo y la gallina y de quién controla a quién. Justiniano, a quien no le gustaba la idea de que se airearan ni sus empresas en Panamá ni sus negocios con la cúpula del masismo, optó por presentarse como cuota de Camacho. Hasta le exigió su candidatura.

Áñez no tenía agenda, así que tuvo que confiar en lo más a mano. De ahí que casi la mitad de sus ministros sean senadores o diputados renunciados para asumir cuotas mayores: Yerko Núñez, Eduardo Coimbra, Víctor Hugo Zamora, o un Arturo Murillo que venía de las filas de Unidad Nacional y se desmarcó tras la ruptura de Doria Medina con Costas.

En la puerta de Palacio Quemado, antes de entrar a por la banda pero ya erigida Presidenta, Arturo Murillo le soplaba las palabras; Óscar Ortiz sujetaba el micrófono. Todo muy elocuente.

Áñez necesitaba sumar, por muy Gobierno de Transición que se presentara. Los más vivos pescaron pronto: Óscar Montes se precipitó a asegurar que la “pega” de Zamora era un reconocimiento a UNIR. La Presidenta le dio también el Ministerio de Energía al delfín de Ernesto Suárez, Rodrigo Guzmán, beniano y jefe del aparato en ese departamento. A Costas no le dio nada, pero nombró a José Luis Parada en Economía, y así lo parecía. Hasta le dio el Fondo Indígena a Rafael Quispe, verso suelto donde los haya.

Pasadas las semanas del pasteleo, los analistas cruceños indican que Rubén Costas ha querido reclamar su liderazgo, pero que le ha salido medio rana. Áñez controla el Estado y el poder de Costas, de salida de la Gobernación y sin heredero claro, se limita al control de una sigla que nadie considera imprescindible.

Los Demócratas que apenas pensaron tocar poder en los próximos cincuenta años más o menos, están en el gobierno. Pero tampoco son los Demócratas que están en el partido. El Gobierno de Áñez es un híbrido de mucho equilibrio y pocos asideros que enfrenta un desafío considerable. Y no solo es blanquearse. Los expertos señalan que será un Gobierno que tratará primero de consolidarse en fórmula electoral y después en partido. Si es que eso es necesario. No sería el primero. La partida ha iniciado.

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