24 junio 2012

Diario de un héroe de la Guerra del Chaco

Pagina SieteEl tiempo parecía detenerse en la estación del tren, cuando René Salazar veía a su mamá parada sobre el andén del ferrocarril dejando caer sus lágrimas entre melancólicos boleros de caballería. Fue el último y más triste recuerdo que atesoró antes de partir a una guerra que había empezado dos años atrás, en 1932.

Tenía 16 años de edad cuando llegó a territorio chaqueño como soldado voluntario de La Paz. Con un fusil en la mano y una libreta en el bolsillo, René hizo historia. Materializó sus vivencias en el campo de batalla en un diario de campaña escrito con su puño y letra.

“Acampamos en el monte, nos acomodamos en nuestras carpas para dormir, completamente cansados; pero al amanecer, serían las cinco de la mañana, oíamos los disparos y artillerías. Los clases (sargentos) nos dieron la orden de alistarnos rápidamente. Unos minutos más tarde llegó un camión con heridos. Vi a un soldado que le sangraba la mano y tenía sus dedos colgando”, relata en la envejecida libreta.

No tuvieron ni un minuto de descanso. Todo fue rápido. Subieron al camión. Y cinco minutos después de partir, los “pilas” (paraguayos) no dejaron de dispararles con ametralladoras hasta que llegaron a la línea de fuego.

Al darse cuenta de que ya no tenían municiones, pero sí bayonetas, el capitán Ángel Valencia, su comandante de compañía, les dijo: “Muchachos, a calar bayonetas”. El enfrentamiento cuerpo a cuerpo siempre fue una opción.

Durante 18 meses, el joven soldado de mirada profunda y constitución delgada se convirtió en un hombre que soslayó los peligros de la muerte, al igual que cinco de sus 11 hermanos también presentes en la Guerra del Chaco.

Pero René Salazar fue sólo uno de los 150.000 combatientes bolivianos en el Chaco, donde 32.000 murieron, 11.000 quedaron heridos, 2.000 desaparecieron y 20.000 fueron tomados prisioneros.

Ileso en toda su participación, también pudo contar su intensa experiencia a sus cuatro hijos, quienes recostados sobre sus pies escuchaban sus relatos entre tazas de chocolate caliente al llegar la medianoche.

“Era un hombre correcto, alegre y talentoso. Tocaba la guitarra, el piano y la mandolina”, recuerda Sonia, su primera hija. “Una vez nos contó que lo sacaron de la línea de fuego para que tocara guitarra en la celebración del cumpleaños de un comandante”, relata.

Pero también fue valiente y decidido, a tal punto que preparó una emboscada efectiva a un grupo de paraguayos.

“Avanzamos en línea horizontal y yo me extendí en el lado izquierdo. Caminamos unos 250 metros sin hacer ningún ruido. Luego me quedé paralizado al oír hablar a los paraguayos detrás de un matorral. Llamé al sargento y con señas comuniqué lo que pasó, él llamó al de la ametralladora liviana, nos parapetamos fuerte a las matas que cubrían al enemigo. Luego el sargento dio la orden de disparar al lugar que yo les indiqué”, cuenta. Así pasaron los meses, esquivando balas y haciendo camino entre nubes de tierra y un calor inclemente, sin imaginar que pronto tendrían que enfrentar el Cerco del Carmen.

El historiador Pablo Michel explica que, por errores tácticos y de planificación atribuidos al general David Toro, el contingente boliviano fue cercado y 7.000 soldados cayeron prisioneros.

No obstante, enterados del cerco, los soldados del destacamento 211 -al que pertenecía Salazar- planificaron su escape guiados por el capitán Emilio Guzmán. Sin otra alternativa, caminaron durante siete días entre matorrales, sin agua ni alimento.

“Fue un momento terrible para él, porque veía caer muertos a sus compañeros y no podía hacer nada por ellos”, recuerda su segundo hijo, Freddy Salazar.

La provisión de alimento, agua y uniformes en la contienda -según sostiene el periodista Robert Brockmann- fue muy difícil para el Ejército boliviano, porque los soldados estaban lejos de los centros de abastecimiento y no contaban con rutas definidas.

Dadas las adversidades en un territorio golpeado por el calor y la sequía, el cipoy (una planta similar al cactus) y su propio orín eran como agua en el desierto. Ninguna excusa era válida para desertar. “El gran problema en la guerra fue la escasez de agua y la falta de conocimiento del territorio por parte de los hombres bolivianos, a diferencia de los paraguayos que lo conocían. Batallones enteros sucumbieron por la sed”, explica Michel.

Brockmann destaca que durante el enfrentamiento “hubo uniformados esforzados, honestos, patriotas y heroicos. El ‘hombre del Chaco’ fue el que entendió al país del siglo XX, el que gestó la Revolución de 1952 y el que construyó la Bolivia moderna”, escribe.

Días antes del 14 de junio de 1935, cuando se declaró el armisticio entre Bolivia y Paraguay, René Salazar fue trasladado del hospital a la línea de fuego bajo la orden de disparar toda su munición “al enemigo”.

“Era un tronar aterrador en todo el fuerte de la línea por los cañones, morteros, ametralladoras y fusilerías. No sé cuánto duró, pero temblaba la tierra. Luego se suspendió el tiroteo' ¡qué día más feliz! Terminó la guerra”, relata el soldado.

Desde entonces hasta el último de sus días de la conflagración, los boleros de caballería provocaban aires de nostalgia en Salazar, trayendo a su memoria episodios de una guerra de la cual fue, en definitiva, un valeroso héroe y artífice.

Diario de guerra de Víctor Jiménez
La Guerra del Chaco llevó a Víctor Jiménez a su terreno cuando tenía 23 años. Nacido en el pueblo de Toco, Cochabamba, este benemérito escribió sus vivencias en el campo de batalla, donde no sólo cayó herido por las balas, sino también por la disentería y la malaria, que hicieron presa de él. Ésta es su historia, extraída del diario:

“Y llegó la orden de reclutar más jóvenes para marchar al Chaco, así me enrolé en el Destacamento 126 y partimos el 15 de agosto de 1933 en tren, pasamos por Oruro y paramos en Mojo, cerca de Uyuni. No sé por qué razones nos hicieron ir a pie hasta Tarija, donde llegamos en unos seis días de caminata, cargados de un fusil, 200 cartuchos, una frazada, mosquitero, caramañola, un plato y una cuchara. Ese tramo constituyó la primera etapa de un verdadero calvario”.

En Alihuatá recibieron la orden de salir al frente de combate en Campo Grande para romper el cerco de los paraguayos. Fue su bautizo de fuego. “Después de una batalla sangrienta y tenaz resistencia del enemigo, rompimos el cerco, encontrando a nuestros compatriotas en estado lamentable de salud, hambre y sed (...)”.

Aunque Jiménez participó en diferentes batallas, también fue prisionero hasta el final de la guerra. “¿Qué combatiente que tuvo la suerte de regresar vivo a la Patria no habrá llorado al pisar de nuevo su casa? Nuestro concepto sobre la vida y la muerte cambió, porque sólo nosotros hemos sufrido las calamidades de una guerra, y más aún, de una guerra estúpida que enfrentó a dos pueblos hermanos, pobres”.

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