10 junio 2012

Antonio Peredo, el catedrático

No se extrañe señor lector que en estos días lea o escuche mucho de don Antonio Peredo. No es para nada casual: una buena camada de los periodistas que formó estamos vinculados de una u otra manera a los medios de comunicación actuales. Tal vez la sorpresa esté en que no hablemos tanto de su faceta de político como de su faceta de docente.

Me imagino que en todos los aspectos de su vida, en los que interactúo con centenares de personas, don Antonio dejó huella. En las puertas de la Asamblea Legislativa Plurinacional, donde se velaron sus restos, escuché a políticos del MAS apropiarse de una parte de sus enseñanzas cuando estuvo de parlamentario; en la radio, escuché a Mario Espinoza referirse a la estirpe guerrillera de los Peredo; pero fue en Facebook donde me encontré más identificado con los comentarios que alababan principalmente su calidad de docente en periodismo y lo identificaban como una persona que influyó mucho en la carrera profesional de los periodistas. “Don Antonio Peredo era el catedrático que todos los periodistas necesitan”; “fue un hombre agudo y sobre todo feliz”, “aún recuerdo lo perfeccionista que era para la revisión de notas periodísticas, un lápiz negro para corregirte y un lápiz rojo para acentuar tus fallas, aprendí mucho con don Antonio”, “don Antonio no sólo nos enseñó la redacción y la conciencia al escribir, sino también una ética de trabajo independiente del credo político”.

Yo también tengo algo que contar de don Antonio. Hasta hoy me quedaron como enseñanza las palabras que dijo cuando lo conocí por primera vez. Debió ser hace 22 años cuando ingresó a una de las aulas de Comunicación Social, en el Monoblock de la UMSA, para iniciar su primera clase del semestre. Llegó puntual, saludó a la clase, se apoyó en sus puños peludos, agachó la cabeza y nos miró por encima de sus lentes. Con esa voz de hombre de verdad que tenía nos preguntó: “¿Alguno de ustedes quiere ganar el premio Pulitzer?”.

Juro que entonces ya sabía qué era el premio Pulitzer (la más alta distinción que se da en periodismo). Varias veces había leído de periodistas que habían ganado ese premio en las referencias que leía en algunos artículos del Reader’s Digest y por eso mismo me hubiera parecido impertinente y pretencioso levantar la mano. No sé cuántos de mis compañeros no levantaron la mano por las mismas razones o porque no tenían ni idea de lo que era el premio Pulitzer. Lo cierto es que ninguno se sintió aludido ni hizo comentario alguno.

Don Antonio recorrió con la mirada a los cerca de 40 estudiantes, tal vez con alguna esperanza de encontrar por lo menos una respuesta ingeniosa, y al no encontrarla cogió su maletín de cuero y nos dijo: “Estoy perdiendo el tiempo aquí, me voy”.

Aquí la verdad puede convertirse en mito, no estoy seguro si se salió o no de la clase. Para mí que sí se fue, pero también lo creo improbable. ¡Don Antonio abandonando su primera clase! Lo que me queda claro es la cara de cojudo que yo tenía, con la boca abierta ante una actitud tan motivadora. Fue un revés que cambió mi perspectiva de estudio y que me obliga a aprender a escribir hasta hoy (tomo cualquier curso que pueda pagar). Algún día quisiera tener la confianza en mí mismo para poder responder: “Yo, don Antonio”.

Sus clases eran de lo más efectivas para prepararnos para el oficio de periodistas. No era mezquino en compartir sus experiencias, sus trucos del oficio. Quien si no él podía aconsejarnos que llevemos para las entrevistas, además del bolígrafo, un lápiz, por si fallaba el primero; un par de pilas nuevas, dos cassettes; que lleguemos más temprano para tomar datos del entrevistado y no perder el tiempo preguntándoselo a él. Sólo un periodista-docente podía enseñarnos la fórmula para calcular cuántas personas estaban en una concentración en la plaza San Francisco.

Y no era sólo lo que nos enseñaba, sino el cómo nos enseñaba. Nos hacía compartir la esperanza de que estábamos destinados a ser unos periodistas de bien.

Gracias don Antonio, paz en su tumba.

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